Javi II


Más o menos cuando tenía 24 años nos fuimos con mi hija de 6 a vivir a un departamento de la calle Coquimbo en el barrio Matta. Yo trabajaba de profe y la Javi estaba en primero básico. Por ese tiempo la jornada ya se había alargado (ella salía a las 4 y 30) así que todos los días llevaba en su termo un almuerzo que yo le preparaba. 

Por esa época estaba mucho peor relacionada que ahora con las labores de madre y dueña de casa, así que mis almuerzos tenían muy poco de gourmet; fideos blancos con vienesas, fideos con salsa de sobre y vienesas, arroz con vienesas, puré con vienesas y huevo frito y a veces unas hamburguesas que compraba en el almacén de la esquina. 

No es que tenga en baja consideración el menú en cuestión, sólo que ocupaba muy poco las verduras, las especias, las cebollas o el ajo. No tenía todavía en mi adn el concepto de sofrito, o de fuego lento, o de salsa con tomates frescos, o alguno de esos detalles rituales capaces de convertir cualquier plato en algo grato al paladar.

Y una de las cosas que recuerdo de esa época era cómo expresaba la Javi su disentimiento culinario: cada vez que no le gustaba la comida decía que estaba “asqueroso”. Cargaba las eses con ímpetu y cada sílaba iba cayendo en un dominó lapidario, una sentencia irrevocable, un veredicto que no aceptaba apelaciones.

La falta de vida y de sabor en su plato simplemente le parecía asqueroso y no se demoraba en expresarlo. Como toda madre en estado primitivo, yo me tomaba sus adjetivaciones como algo personal, pero desde alguna partícula un poco más sabia, sus opiniones me parecían tan limpias, tan desprovistas de buena costumbre, tan fuera de la vara normalizadora. La Javi decía lo que pensaba y si el almuerzo le parecía asqueroso, pues ahí estaban esas cuatro sílabas articulando el asunto.

Hace ya unos cuantos años de eso y la Javi sigue de algún modo mostrando esa misma sinceridad. Ya no dice que algo le parezca asqueroso y se ríe cuando se lo recuerdo. Pero guarda el mismo ímpetu silábico respecto de sus verdades. Además le gusta cocinar y afortunadamente en su adn habitan alegremente los preceptos de la buena cocina. Como de a poco empezaron a habitar también el mío.

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